MEMORIA HISTÓRICA - PROYECTO DE INTERVENCIÓN: CONJUNTO ARQUEOLÓGICO "Casas Cuevas" PEÑAFLOR.

 

INTRODUCCIÓN AL MUNDO FUNERARIO ROMANO.

 

El simbolismo de la muerte y la concepción romana del Más Allá.

 

Debemos incidir en la significación de las manifestaciones materiales pertenecientes al ámbito funerario, preguntándonos por el sentido que se les asignaba en el momento de su ejecución, superando la idea de que las fórmulas tradicionales se repitieron de forma automática estando vacías de creencias sobre la vida y la muerte.

 

La muerte en el mundo romano se aborda desde diversos posicionamientos filosóficos, en su mayoría tendentes a considerar la inmortalidad del difunto, aunque no faltaban testimonios de posturas escépticas.

 

Parece claro que una intención religiosa explica la repetición indefinida de composiciones estereotipadas en las sepulturas, ligadas al repertorio artístico clásico.

 

La Teología tiene a Homero y a Hesíodo como sus fundadores, creando ellos la Teogonía según Heródoto (II, 53), al dar nombre, dignidades y atributos a los dioses.

 

Ellos son la fuente de las cisiones míticas de la vida tras la muerte, que asumen el descenso de las sombras al mundo subterráneo de Plutón, la travesía del Estige en la barca de Caronte, la sentencia pronunciada por los jueces del infierno, los castigos afligidos a los impíos en la región del Tártaro y las recompensas reservadas a los bienhechores en la pura luminosidad de los Campos Elíseos.

 

Mitos éstos atacados y ridiculizados en época helenística, en los círculos cultivados, por los epicúreos que negaban la supervivencia del alma, y por los peripatéticos que admitían como máximo la continuidad de la razón. Planteamientos que fueron rebatidos por los estoicos y los neo-pitagóricos, para quienes el espíritu es una fuerza eterna inherente a la naturaleza misma.

 

Las creencias que asumían la vida de ultratumba tuvieron que trasladarla a un escenario más amplio que las entrañas de la tierra, difundiéndose de este modo la doctrina de la localización de los infiernos en el Hemisferio Inferior.

 

La idea de que la vida de los muertos se desarrolla en uno de los dos hemisferios se relaciona con los sacerdotes-astrónomos, ligados a la cosmología que presentaba el cielo estrellado como una esfera sólida rodeando a la tierra, que poseía un aspecto esférico y un carácter inmóvil situada en el centro del universo. La asimilación de este sistema cósmico con la vida de ultratumba toma mayor importancia en la Italia primitiva, debido a la difusión de la astrología babilonia y egipcia que se mantendrá hasta época bizantina. Esta concepción se manifiesta por ejemplo en el “Circulo de Petosiris”, instrumento de adivinación médica y matemática articulado a partir de un doble esquema cosmológico, donde una línea central (“límite de la vida y la muerte”) separa al mundo superior y al inferior, denominados respectivamente “hypergeion” que presagia la vida, e “hypogeion”, vinculado a la muerte. Teoría ligada estrechamente a la creencia en las mitades opuestas, donde los cuatro puntos o “Kentra” de la esfera celeste representan las fases de la vida humana (nacimiento, infancia, edad adulta y muerte). Aquí el “hypogeion” no se refería a nuestro subsuelo sino al punto más bajo del cielo inferior, el imán medium caelum” de la vida de ultratumba. En época helenística, teniendo como base la mitología oriental, se modifica la doctrina de los cuatro puntos o “topoi” ampliándola a los ocho y posteriormente a os doce, en los que se dividió a la esfera celeste, hasta conformar una retícula inmóvil sobre la que giraban constantemente los signos del zodiaco. La línea del horizonte, que se extiende desde levante hasta poniente, dividía al mundo en dos mitades, donde el hemisferio inferior permanecía siempre invisible a los hombres por lo que se situó allí el Hades. Las “puertas del Infierno” son dos, según la mitología babilonia, por donde el carro solar nacía cada mañana del mundo inferior para alcanzar las alturas del cielo y volver cada noche al “Aralu” Hasta finales de la Antigüedad los teólogos situaban las “Puertas del Sol” en el Cáncer (Oriente) y en Capricornio (Occidente) del zodíaco, puntos opuestos por donde se abre el Hades, representando cada día a el origen y fin del propio mundo.

 

El “hypogeion” tenía su signo en Libra, siendo esta mitad considerada un mundo que escapaba a la mirada de los vivos, siendo llamado “Aides” por los griegos al ser invisible e “inferi” por los romanos al situarse en la parte inferior del mundo (Pseudo-Apuleyo, Asclepius, 17), siendo esta concepción de los Infiernos asumida en las ceremonias simbólicas de los misterios de Isis (Apuleyo, p. 56), Los sirios y los fenicios dividían el zodíaco en dos mitades, la primera incluía los seis signos superiores, es decir de la primavera al verano, la segunda mitad era la de los seis signos inferiores, los del otoño y el invierno (Manilius, II, 218).

 

La localización del infierno en el hemisferio inferior fue un concepto arraigado en Egipto y en Siria, transmitido a los teólogos griegos a través de los pitagóricos, dedicados al estudio de la astronomía oriental (Lactantius, Theb. IV, 527).

 

La polémica planteada por Epicuro y los estoicos, desacreditando las viejas creencias en el reino subterráneo de Platón, favoreció la adopción de una teología más conforme con la cosmología. El concepto del Tártaro descrito por Homero y Hesíodo como espacio tenebroso, ubicado en un punto intermedio justo a igual distancia de la tierra que del cielo, se mantiene vivo a inicios de nuestra era, asumido por Virgilio, aunque modificándolo en parte (AEn, VI, 577), situando al “hypogeion” diametralmente opuesto al Olimpo. Los físicos romanos muestran las creencias en la localización de los infiernos en el reverso del globo, denominando Venus al hemisferio superior y llamando Proserpina al inferior (Macrobio, Sat. I, 21).

 

Cuando algunos pitagóricos trasladaron a la Luna el mundo de los muertos, aplicaron una división análoga con su faz luminosa convertida en Campos Elíseos y parte inferior oscura como “anti-tierra de Proserpina” (Plutarco, De facie lunae, 944 C).

 

Este dualismo continuó bajo el Imperio inserto en la doctrina esotérica de los misterios alejandrinos, expandidos por Occidente. Apuleyo describe estos misterios en los que Serapis, dios de los muertos, es asimilado con el Sol, que ilumina las tinieblas del hemisferio durante la noche, e Isis, que reinaba en este subterráneo, por donde fluían los ríos Aqueronte y Estige (Metamorfosis, XI, 23).

 

Pero estas tradiciones griegas sobre el Hades fueron desacreditadas por los sabios helenísticos que asumían la noción de esfericidad de la tierra, así pitagóricos, el geógrafo Eratóstene y Posidonio, entre otros, defendían la existencia de las Antípodas desde postulados científicos, haciéndose eco de ello el propio Cicerón (Rep. VI, 20). Aunque estas doctrinas eruditas no fueron asumidas ni aceptadas por el gran público, según nos relata Plinio:

 

Ingens hic pugna littararum contraque volgi, circumfundi térrea unique homines, conversisque inter se ped ibus stare” (H. N. II, 65, 161).

 

Este rechazo se generalizará bajo el Cristianismo, cuando las refutaciones a este cientificismo busquen argumentos en las escrituras sagradas, llegando a condenar como herética la doctrina de las antípodas, hecho ejemplificado en la obra de Lactancio (Instituciones Divinas, III, 24).

 

 

Ritos, leyes y difuntos

 

Nuestro conocimiento sobre la visión romana de la muerte en época republicana se debe casi en su totalidad a las referencias de Ovidio, que describe a dioses Manes. Se deduce que los difuntos eran considerados una colectividad, una divinidad que era venerada como ancestros casi indiferenciados, adoptando aspectos de Larvae y Lemures (Plautus Capt. 598). En el siglo I a. C. Cicerón y Virgilio emplearán el término Manes para referirse a los espíritus de forma individual, y así se refleja en la epigrafía en época augustea mediante el uso combinado de la formula colectiva de D(is) M(anibus) o D(is) M(anibus) S(acrum) con el nombre personal del difunto (Toynbee 1993, 35).

 

Aunque la tradición literaria romana definía el Hade siguiendo la tradición griega de los hemisferios opuestos, como nos lo trasmite Virgilio, la mayor parte de la población se apartaba de ella. Las ideas romanas arcaicas suponían que el difunto, tras recibir sepultura, continuaba su existencia en las cercanías del lugar de enterramiento, aceptando las ofrendas de comida, bebida, perfumes e incluso sangre, que penetraban en la tierra y permitían su inmortalidad gracias a la unión con la Diosa-Tierra (Ibíd. 37). La continuidad de la identidad del difunto era por tanto asumida, y su retorno y poder temidos, explicando la cuidada arquitectura de numerosos mausoleos que recrea las formas y detalles de las casas de los vivos.

 

La participación en el duelo, en los ritos funerarios y el concepto de monumento fue prácticamente la misma entre griegos y romanos (Engels 1998, 155). El funus de define como el conjunto de todos aquellos ritos funerarios que culminan con el sepelio, ya fuera cremación o inhumación, que poseían una gran importancia al purificar el espíritu del difunto, evitando su regreso al mundo de los vivos como fantasma maligno (Prieur 1991, 13).

 

Pero la práctica funeraria variaba considerablemente según la condición social del fallecido, cuidándose así más o menos la sepultura, ritos, ceremonias del funus, conmemoraciones, ofrendas, banquetes y libaciones (Vaquerizo 2002, 58).

 

En el momento de la muerte se iniciaban la lamentación fúnebre (conclamatio) llamando al difunto por su nombre, comenzando entonces a intervenir las plañideras contratadas (praeficae), posteriormente se lavaba y perfumaba el cadáver, se coronaba su cabeza y se introducía una moneda en la boca, para el pago de la barca de Caronte, acompañado de adornos florales y antorchas hasta formar la capilla ardiente (próthesis) y el velatorio, tras el cual se procedía a la deposición (Blázquez 1993, 519).

 

Entre las diversas modalidades de funus, dependiendo del nivel social, destacan (Toynbee 1993, 55-60):

 

- Funus acerbum: funeral doloroso debido a muerte prematura.

- Funus censorium: funeral público vinculado al cargo del censor, normalmente tributado por concesión del emperador.

- Funus imperatorum: ceremonias y ritos celebrados en honor al emperador fallecido, o miembro de la familia imperial.

- Funus indictivum: correspondiente a miembros de alta consideración social.

- Funus militare: exequías de miembros del ejército muertos en la guerra, generalmente de carácter colectivo.

- Funus publicum: ritos y ceremonias públicas en honor de un personaje, sufragados por el Estado o la ciudad.

- Funus translaticum: ritos y ceremonias dirigidas a los pobres.

 

Si el fallecido había desempeñado labores en beneficio de la ciudad, un familiar próximo pronunciaba una laudatio funebris, al paso del cortejo, texto que frecuentemente se conserva trasladado a la piedra en forma de inscripción, que era colocada en el exterior de la tumba (Prieur 1991, 23).

 

Entre los ritos de deposición, era la inhumación el que se consideraba de mayor antigüedad, según Cicerón y Plinio, aunque las excavaciones en el Foro Romano datados entre el s. VIII y VI a. C. muestran tanto cremaciones como inhumaciones perdurando esta cohabitación de ambos durante el s. V a. C., según lo recogen la Ley de las Doce Tablas (Toynbee 1993, 39). En la Roma republicana, desde aproximadamente el 400 a. C. hasta el s. I d. C. la cremación se convirtió en la práctica más usual, construyéndose columbaria con nichos para depositar contenedores con las cenizas, además de urnas y altares, siendo elementos comunes desde el s. I a. C. hasta el I d. C.

 

Pero durante el reinado de Adriano se desarrolla el arte de los sarcófagos decorados, produciéndose una paulatina supresión de la cremación a favor de la inhumación durante el s. II d. C. hasta su implantación a nivel provincial en el S. III. Cambio de rito que no tiene relación ni con el mundo semítico ni con las creencias cristianas, ya que la coexistencia de ambos ritos en abundantes tumbas, por ejemplo en Isola Sacra, durante los primeros siglos del Imperio, supone que no hubo una ruptura en los fundamentos de la doctrina religiosa (Ibíd. 40). En el caso hispanorromano ciudades de tradición indígena, como Carmo, Baelo Claudia, Gades o Castulo, muestran una mayor continuidad del uso de la cremación debido al peso de las tradiciones locales, no generalizándose la inhumación hasta inicio del s. III a. C. (Bendala 1991).

 

Desde el punto devista de la legitimación la Ley de las Doce Tablas, promulgadas en el s. V a. C., recoge la prohibición de acoger enterramientos en el interior de la ciudad. Se dispusieron así áreas cementeriales en el exterior del pomerium, conformándose auténticas necrópolis junto a las principales vías de acceso a las ciudades. Estos lugares de tránsito se colmaron de monumentos funerarios que buscaban llamar la atención y prestigiar al difunto o a su linaje, limitándose finalmente tales excesos mediante la promulgación de las leyes suntuarias (Engels 1998).

 

El lugar exacto del enterramiento requería una compra al municipio o colonia, excepto los casos especiales de donación honorífica, que podía realizarse de forma directa o mediante un collegium funeraticium, desde que estas asociaciones fueran legalizadas bajo Claudio (Vaquerizo 2002, 64). Las leyes también buscaban evitar las frecuentes violatio funebris, debido a la reutilización, traspaso, o por deseo inmobiliario ante expansión urbana, imponiendo multas para proteger estos espacios considerados sagrados e inviolables, loci religiosi (Toynbee 1993, 56). En Hispania, la Lex Ursonensis establece la prohibición de quemar o enterrar al difunto en el interior de la ciuitas y a menos de 500 pasos de las murallas (López Melero 1998).

 

Autorepresentación y memoria.

 

Plinio el Viejo considera a los atenienses los primeros en erigir estatuas públicas a sus figuras políticas, a finales del s VI a. C., momento desde el que se propagará la práctica de rememorar a los hombres muertos ilustres mediante estatuas, pedestales e inscripciones (N. H. 34, 17). La obsesión por superar el olvido y por tanto vencer a la muerte, será una constante en época clásica, alcanzando su cénit en época Imperial, generando, entre otros fenómenos, una verdadera “cultura epigráfica” con un total aproximado de 300.000 inscripciones latinas conservadas, datadas en su mayoría entre los siglos I a III d. C., y con un carácter predominantemente funerario (Alföldy 1991).

 

La epigrafía funeraria romana está compuesta fundamentalmente por epitafios, que sintetizan y concentran al máximo la biografía del fallecido; planteamiento económico que refleja al imagen que los romanos poseían de sí mismos, y a la vez la que les interesaba transmitir: nombre, relaciones de parentesco, status social, carrera política, edad, causas del fallecimiento, sentimientos, actitudes, etc. (Vaquerizo 2002, 83).

 

Espacios funerarios que se ubican en el exterior del pomerium por razones higiénicas y religiosas, conformando lugares sagrados en medio suburbano, junto a las murallas. Se preferían las cercanías a las puertas de la ciudad y a cruces con vías transitadas, buscando accesibilidad y visibilidad como garantía de perduración y representación social, ostentando de las posiciones ideológicas, sociales y económicas del difunto y su familia (Ibíd. 90). Será frecuente el establecimiento de una verdadera topografía funeraria, heredera en parte del mundo etrusco (Toynbee 1993, 54), que encontramos en Roma, Pompeya, Isola Sacra, Ostia, etc. Aunque el crecimiento de estas necrópolis no estaba normalmente sujeto a normas específicas, respondiendo más bien al desarrollo de una estratigrafía horizontal, alejándose paulatinamente de la ciudad.

 

La monumentalización, según H. Von Hesberg, era por tanto un fenómeno que buscaba ante todo la pervivencia o recuerdo del difunto, mediante la construcción en su nombre de edificios en piedra y en otros materiales sólidos. En este proceso se elegía un modelo monumental, vinculado a la familia pero copiando también a la élite gobernante. Los monumentos tendrían una serie de características principales (Vaquerizo 2002, 96):

 

- Localización en parajes bien comunicados y con visibilidad.

- Decoraciones y modelos vinculados a la ideología funeraria.

- Buscan ensalzar la virtus y pietas del difunto y su familia.

- Financiación generalmente de carácter privado, fijada en testamento.

- Uso de materiales imperecederos en la decoración y epigrafía, como garantía de continuidad.

 

La práctica funeraria en el ámbito hispano-romano.

 

Podemos ubicar en el denominado “mundo ibérico” el antecedente, o al menos el sustrato, sobre el que se establecerán las prácticas funerarias de corte romano. Las necrópolis ibéricas pueden diferenciarse, grosso modo, por áreas: Alta Andalucía, Meseta Sureste, Levante, Sureste y Baja Andalucía; y por fases cronológicas: del S. VI a inicios IV a. C., el S IV a. C. y desde el S. III a. C. hasta la romanización (Blánquez 1995, 252). Una de las características más singulares es su reducido tamaño, con una cifra de individuos enterrados muy baja, que parece mostrar que no toda la población estaba enterrada en las necrópolis, sólo las élites de la sociedad (Blánquez 1990, 409).

 

El rito funerario predominante es la cremación, empleando maderas propias del lugar (carrasca, pino y encina) para la quema en lugares (ustrina) ubicados en el exterior de la necrópolis. Así se documentó en la necrópolis de las Cumbres del poblado de Castillo de Doña Blanca (Puerto de Santa María) donde se documentó una estructura rectangular tallada en la roca, protegida del viento por alzado de adobes (Ruíz Mata 1989, 288). Aunque encontramos otros casos en los que la cremación y la deposición se realiza en el mismo lugar, denominado bustum en el mundo romano.

 

La urna funeraria, generalmente cerámica, no corresponde a formas específicas, simplemente poseen cierre hermético gracias a una tapadera, realizadas con barros indígenas, con formas bitroncocónicas y decoradas con pintura rojo-vinosa. En otras ocasiones se documentan piezas de importación como cráteras griegas de figuras rojas. Otra modalidad será el uso de cajas de piedra o cistas a modo de urna, aunque no siempre se empleaban contenedores, ya que un alto número de enterramientos se realizaron colocando los huesos cremados directamente en la tierra (Blánquez 1990, 256).

 

Respecto a los ajuares destacan entre los objetos depositados las cerámicas, placas de cinturón, armas, fíbulas, anillos, pulseras, cuentas de collar, colgantes, pendientes, agujas, pinzas, realizados en arcilla, bronce, hierro o en oro; destacando las cerámicas griegas relacionadas con el consumo de vino, aceites y perfumes relacionados con el carácter aristocrático de las élites ibéricas (Ibíd. 259), rígidamente jerarquizada a tenor de los altos rangos, como el identificado en el monumento turriforme de Pozo Moro (Almagro Gorbea 1983).

 

Por su parte la tipología de los enterramientos se fundamenta en necrópolis medianamente estudiadas como son las de Galera, Castellones de Ceal, Toya, Bobadilla, Puente del Obispo, Baza y Estacar de Robarinas; donde encontramos los siguientes tipos (Ibíd. 263):

 

- Enterramientos en hoyo.

- En fosa.

- En cista.

- De planta rectangular.

- Grandes sepulcros colectivos.

- Sepulturas turriformes monumentales.

- Sepulturas de pilares-estelas.

- Sepulturas “tumulares principescas”.

-  Sepulturas tumulares.

- Tumbas de cámara.

 

Ante la falta de documentación de las “necrópolis de los pobres” se plantea la hipótesis de que la simple práctica de la cremación fuera el rito esencial, trascendido solamente por las élites, aunque de forma general se reconoce un proceso de simplificación en las manifestaciones funerarias ibéricas, desde los enterramientos tubulares principescos con remates arquitectónicos de los siglos V y IV a. C. hasta la amplia difusión de las cremaciones en hoy en época tardía.

 

En época altoimperial los monumentos funerarios de hispania mostrarán gran diversidad, que en regiones con urbanismo consolidado, como es el caso de la Bética, presentará continuidad respecto a tradiciones locales.

 

Carmo se presenta como caso paradigmático, cuya necrópolis occidental ha sido definida como de carácter neópúnico (Bendala 1976), donde el tipo de tumba más frecuente consiste en un pozo vertical de acceso y la cámara excavada en la roca alcoriza, en cuyas paredes se disponen diversos nichos (loculi) para el depósito de las urnas, disponiendo además de un banco corrido para la deposición de ofrendas.

 

Las marcaciones exteriores de estas tumbas se han perdido en su mayor parte, conservándose algunos mausoleos circulares, aunque muchos de ellos debieron ser de carácter tubular (Bendala 1990). La tumba carmonense de Postumio cuenta con paralelos de carácter púnico en la necrópolis de Puente de Noy (Almuñecar, Granada), donde la tumba monumental IE muestra un acceso de pozo con escalera tallada y con cerramiento mediante sillares preparados para moverse en cada sepelio (Bendala 1976).

 

Este modelo de tumba posee variantes que complejizan su planta, mediante la multiplicación de cámaras, o simulando la distribución de una domus en torno a un atrio. Pero encontramos aquí tumbas de mayor simplicidad, como es caso de los busta, o amplias fosas con foso menor en su fondo, donde se quemaban los cadáveres y añadían ofrendas, sirviendo también de sepultura al cubrirse con tégulas o mampuestos. Un fenómeno interesante es un aparente apego por las tradiciones propias, mostrándose ausente la cerámica sigillata, prefiriendo los vasos vinculados a las tradiciones prerromanas.

 

Aunque en esta necrópolis el rito predominante es la cremación, no faltan algunas inhumaciones en las mismas cámaras donde el rito habitual es la cremación, caso de las “Tumbas del Ustrinum”, las “Cuatro Columnas”, etc. (Bendala 1990).

 

La ciudad de Baelo Claudia, excavada a inicios de siglo (Paris, Bonsor, Laumonier, Ricard y Mergelina 1923), posee dos necrópolis, con tumbas de tipología variada, aunque con la cremación como ritual de mayor difusión, en el auge de la ciudad en el s. I d. C., a las que se superponen inhumaciones fechadas a partir del s. III d. C. Las tumbas de cremación consisten en huecos en el suelo, donde se coloca la urna cineraria (cofre de piedra, vaso cerámico o vaso de vídrio), acompañados normalmente de ofrendas, y en algunos casos de una plataforma de piedra donde se colocaba un betilo que miraba al mar, fenómeno éste con claras raíces púnicas (Remesal 1979). Entre las cubriciones abundan las denominadas cupae, o bloque semicilíndrico datadas entre el s. I y II d. C., tipo abundantemente documentado en el norte de África, concretamente en la necrópolis de Tipasa, en Argelia (Lancel 1970).

 

En la necrópolis de Gadir o Gades, donde la cremación es predominante, se pone de manifiesto la raigambre feniciopúnica, documentándose tumbas familiares decámaras hipogeas con nichos para urnas, elaborados en la piedra ostionera del lugar, colocándose a menudo betilos (Ramos 1990). Las inhumaciones tienen un carácter tardío, sin ajuar, en simples fosas excavadas en el terreno y cubiertas por tégulas o losas de piedra (Bendala 1990).

 

Pero encontramos casos donde la tradición local tiene una importancia menor, en las fundaciones coloniales ex novo, por ejemplo Emerita Augusta, en cuyas necrópolis predominan los esquemas romanos. Destacan los “columbarios” a cielo abierto, con urnas de incineración alojadas en pequeños loculi abiertos en los muros, con claros paralelos en otros lugares del Imperio, como en la necrópolis de la Via Laurentina de Ostia, fechados en el s. I d. C. La inhumación también está presente en Mérida, en los enclaves llamados “Bodegones” se identifican mausoleos semisubterráneos construidos con hormigón, que cuentan con arcosolio, para la colocación de sarcófagos.Pero uno de los tipos más abundantes en Emerita es la cupa, realizada en bloque monolítico de granito, que aparecen a centenares amortizados en los muros de la alcazaba islámica, y cuyo uso debió generalizarse en los s. II y III d. C. (Caldera 1978).

 

Concluimos por tanto que las tradiciones puramente romanas se implantan con desigual eco en el ámbito Hispano, teniendo mayor arraigo en los enclaves de nueva fundación y asimilándose y reinterpretándose a tradiciones anteriores en zonas con amplia trayectoria urbana, vinculada culturalmente al ámbito fenicio-púnico.

 

La articulación del paisaje funerario: enterramientos, necrópolis y vías.

 

Los estudios arqueológicos desarrollados en Peñaflor se han centrado tradicionalmente en el sector Oeste de la localidad, lugar que corresponde al recinto amurallado de la ciudad romana y al oppidum original. Esto se debe a que el solar se ha destinado a labores agrícolas, viéndose libre de construcciones casi en su totalidad, ya que en época medieval el núcleo urbano de Peñaflor se trasladó a su ubicación actual, es decir, sobre la que fue necrópolis oriental del municipio romano.

 

Algunos restos constructivos de esta necrópolis son visibles hoy día y se conocen popularmente como las “casas-cueva” por su tradicional utilización como viviendas troglodíticas hasta épocas recientes (López Muñoz 2005: 93-101). De la necrópolis oriental se conserva una serie de seis tumbas hipogeas labradas en la fachada oeste de un cerro calizo, sobre el que se alzó el castillo almohade un milenio más tarde.

 

Los accesos o frentes de las tumbas se muestran alineados Norte-Sur, siguiendo la línea marcada por el cercano arroyo Las Moreras, que separa el camposanto de la ciudad romana, por donde debía transitar lógicamente el tramo de la vía Astigi-Emerita, que remontaría por este paraje dirigiéndose hacia la Sierra, tras vadear el Guadalquivir a la altura del muelle ciclópeo del Higuerón.

 

Con relación a esta necrópolis oriental, destacan por su proximidad, los columbarios de la calle Blas Infante (Bonsor 1931) y de la Ermita de los Mártires San Crípulo y San Restituto. Parece entonces lógico, ante la entidad de esta necrópolis, que la mayoría de las inscripciones celtitanas hayan sido recogidas en este sector, perteneciendo por tanto al cementerio oriental, cuya máxima actividad se ha fechado indirectamente en el s. II d. C. (Remesal 2001: 2010-2012).

 

Poseemos informaciones fragmentarias sobre otras áreas de enterramiento, referentes a hallazgos fortuitos de fragmentos epigráficos, urnas, sarcófagos y material tanto cerámico como constructivo, éste es el caso de la necrópolis noroeste, situada en el paraje llamado finca El Camello, en el paso de la vía Hispalis Corduba y cerca de instalaciones fabriles de la periferia urbana.

 

a)  Hallazgos casuales y menciones sobre restos funerarios.

 

Aunque varios eruditos de la Edad Moderna recogen varias menciones relativas a hallazgos localizados en Peñaflor, no será hasta el trabajo de G. –E. Bonsor cuando se documenten con mayor precisión, ya que muchas de las referencias se ven acompañadas por descripciones, además de croquis y mapas en algunos casos. En su obra Expedición arqueológica a lo largo del Guadalquivir no informa sobre restos de carácter funerario pertenecientes a la localidad de Peñaflor. Junto al cementerio de la localidad, en un sector que denomina El Cortinal de las Cruces y que actualmente corresponde a la calle Blas Infante, visitó una tumba familiar romana, que aún se conserva en buen estado, con nichos tanto en la cámara funeraria como en el corredor, el autor añade que los lugareños en las inmediaciones, hallazgos de urnas cinerarias depositadas directamente en la tierra (Bonsor 1889) 1931: 34). Por tanto nos encontraríamos ante la que podríamos llamar Necrópolis Norte de Celti, y que seguramente se vincularía con la vía Astigi-Emerita a su llegada a la ciudad procedente de la sierra.

 

Al Oeste de la localidad se encontraron numerosos sarcófagos de plomo, que fueron ofrecidos a Bonsor, quien rechazó la compra porque las piezas no tenían ni decoración ni inscripciones (Ibíd.) Casi un siglo después, durante una excavación en la Pared Blanca, en una zona extramuros de Celti, el arqueólogo recoge también noticias dadas por los locales sobre la aparición de enterramientos en la finca El Camello y enterramientos con epígrafes en la calle Calvario (Larrey 1987: 529-530).

 

Al Suroeste, en el sector opuesto de la ciudad denominado El Cortijo o Finca Gallego, se excavó un horno cerámico dedicado a la producción de ánforas que estuvo en funcionamiento entre el s I y el III, finalizando su actividad con un nivel de abandono sobre el que se disponía un gran nivel de colmatación, de 1,5 m de potencia máxima, con origen en las crecidas del río, donde se documentaron dos enterramientos practicados con el rito de inhumación y provistos de cubiertas de tégulas, contando además con sus respectivos ajuares cerámicos (Blanco Ruiz 1986). Restos que pueden vincularse con una práctica funeraria extramuros en época tardía, sin otras informaciones que asuman una amplia presencia de tumbas en este sector industrial a orillas del Guadalquivir.

 

En la monografía dedicada a las excavaciones realizadas en Celti por las universidades de Southampton y Barcelona, J. Remesal se hace eco de las noticias dadas por Bonsor sobre el columbario de la calle Blas Infante, pero además menciona el situado en la cercana calle Blancaflor, reconvertido en la Ermita de los Santos Mártires San Críspulo y San Restituto. Parece entonces lógico que la mayoría de las inscripciones celtitanas hayan sido recogidas en este sector, perteneciendo por tanto al cementerio oriental, cuya máxima actividad se ha fechado indirectamente en el s. II d. C. (Remesal 2001: 2010-212). P. L. Meléndez González, historiador local de Peñaflor, estudia la leyenda relativa al martirio de los dos santos mozárabes y la amortización del mausoleo altoimperial romano en el siglo XVIII, creando la actual ermita para dedicación a los patronos.

 

Resulta muy llamativa la casi total ausencia de referencias a las tumbas rupestres de la bien llamada calle las Cuevas, en la bibliografía especializada, hecho que achacamos a su discreta localización en las traseras de las viviendas que se adosan al Cerro del Castillo, siendo bien conocidas por los locales pero pasando desapercibida para los foráneos. Un trabajo reciente reúne bajo la denominación de “Conjunto Arqueológico” de la calle Las Cuevas a los restos patrimoniales localizados en el Cerro del Castillo de Peñaflor, englobando desde los restos de lienzos de las murallas de tapial de la fortificación almohade que se alzan sobre la elevación, hasta las seis tumbas excavadas y dos cuevas naturales que se abren en la base del flanco oeste, considerando no sólo su valor histórico sino también antropológico, al asociarse cada una de las cuevas con algunos populares personajes que las habitaron (López Muñoz 2005: 93-101).

 

Epigrafía funeraria.

 

Respecto a la Epigrafía, Peñaflor destaca por la gran concentración de inscripciones, llegando a hablarse de “epigrafía celtitana” como una temática de estudio específico.

 

Las piezas que la forman son en su mayoría de carácter funerario, labradas sobre mármoles béticos, con cronologías comprendidas entre el s. I al III (Remesal 2001: 211-212). Aparte de las menciones de hallazgos concretos recogidos por numerosos autores de época moderna, tenemos las principales recopilaciones de inscripciones de Celti en el Corpus Inscriptionun Latinarum (Hübner 1869 – 1892), y en el Corpus de Inscripciones Latinas de Andalucía II (González 1991).

 

Sin embargo hasta el momento, el único autor que ha abordado un estudio epigráfico de conjunto ha sido el ya citado J. Remesal, en la monografía dedicada a las excavaciones y prospecciones de Celti (Keay et alii 2001). Aquí el autor recoge inscripciones catalogadas y estudia otras inéditas, estimando que en su mayor parte proceden del centro de la localidad, situada sobre la necrópolis oriental y la finca El Camello, probablemente necrópolis occidental, propone que los epígrafes se colocarían en pequeños monumentos y serían producidos en un taller local, ya que se reconoce un origen cordobés sólo para los escasos pedestales monumentales. A partir de estos textos ha planteado una primera reconstrucción de la sociedad celtitana reconociendo a grandes familias de la ciudad, como los Aelii, Aemilii, Brutii, Fulvii, y Licinii, y además a varios esclavos y libertos (Remesal 2001: 173 -217).

 

De entre las inscripciones algunas resultan especialmente significativas porque han permitido identificar aspectos relativos a los personajes mencionados, como el estudio de Émile Thévenot donde reconoce a varios miembros de una misma familia de empresarios olearios béticos a partir de varios tituli picti sobre ánforas de Autum y de Roma, que relaciona con una inscripción de Peñaflor, en la que se nombra a Q. Aelius Optatus (Thévenot 1952: 225 – 231). Otra lápida dedicada a un tal Cayo Linicio Lupo, encontrada en la calle Blancaflor, nos resulta valiosa al indicar la pertenencia del personaje a la tribu Galeria, sugiriendo indirectamente que la ciudad de Celti obtiene el título de municipio latino en época Flavia (Stylow 1995: 105 – 124). Encontramos destacable tambíen un pedestal, inédito hasta hace poco, dedicado a Quinto Fulvio Rustico Celtitano, pontifice y duoviro, que rea también rico productor de aceite de la comarca, si se acepta la relación del epígrafe con las marcas de ánforas “QFRVUSTICI” y “QFR” encontradas al este de el Higuerón (López Muñoz 2003: 73 – 74).

AL ORIENTE DE CELTI: LA NECRÓPOLIS RUPESTRE DE HIPOGEOS DE LA CALLE DE LAS CUEVAS.

 

Descripción de la necrópolis oriental.

 

Bajo esta denominación se engloba a una serie de restos patrimoniales localizados en el centro histórico de la localidad de Peñaflor, comprendidos entre las calles de Las Cuevas, Cruz de la Morería y Torno Iglesia, concretamente en el Cerro del Castillo. La elevación se encuentra frente a la ciudad romana de Celti y al Oeste de la misma, actuando de elemento delimitador y de separación el arrollo Las Moreras, que discurre entre ambos en dirección Norte-Sur. Este sector está ocupado por el caserío que oculta parcial o totalmente la mayor parte de los restos, así en la parte alta del pequeño promontorio calizo sobresalen algunos tramos de la muralla del recinto almohade, y el frente de la calle Las Cuevas adosado a la pared rocosa oculta hasta ocho pequeñas cuevas, correspondiendo dos a formaciones naturales y seis a construcciones funerarias romanas (López Muñoz 2005: 93-101). Las “cuevas” según sus denominaciones tradicionales son las siguientes:

 

-    Cueva de Ana la Gata: nº 22 de la calle, cueva natural.

-    Cuevas de Zalamea: nº 20 de la calle, dos construcciones hipogeas.

-    Cueva de María la Bigota: nº 16, construcción hipogea.

-    Cueva de la Mochuela: nº 16, construcción hipogea.

-    Cueva de la Tani: nº 14, hipogeo sin construcción actual adosada.

-    Cueva de La Robledo Blanco: nº 12, hipogeo sin construcción actual adosada.

-    Cueva de Anita la Silencia: nº 10, cueva natural.

-    Cueva de la Alegría: nº 6, construcción hipogea.

-    Cueva de Dolores Barco: nº 4, construcción hipogea.

 

Tipologías de tumbas.

 

Los hipogeos se sitúan a lineados a lo largo de la línea marcada por la ladera Oeste del Cerro del Castillo, que discurre Norte-Sur y paralela al arroyo de Las Moreras, único flanco en el que se constata la presencia de estas construcciones en negativo. Desde el punto de vista técnico y estructural los hipogeos poseen características comunes como sus plantas cuadrangulares-rectangulares, se encuentran horadados en la roca caliza y presentan su puerta de acceso orientadas siempre hacia Poniente; desde el punto de vista tipológico se distinguen:

 

- Hipogeos de cremación de planta cuadrangular, en el que los loculi ocupan tres de sus paredes, abriéndose de uno a tres nichos en cada una (Cueva 2 de Zalamea, Cueva María la Bigota y Cueva de la Tani).

- Hipogeos de cremación de planta rectangular, en el que los loculi ocupan tres de sus paredes, abriéndose de uno a cuatro nichos en cada una (Cueva 1 de Zalamea).

- Hipogeos de planta rectangular o cuadrangular dedicados tanto a cremación, con diversos loculi, como a la inhumación, con uno o más arcosolios, (Cueva de la Mochuela, Cueva de la Robledo Blanco y Cueva de la Alegría).

-  Hipogeo de planta completa, presentando una primera ante-cámara cuadrangular desde la que se accede a una cámara rectangular, sus paredes presentan arcosolios mayoritariamente, aunque también encontramos algunos loculi (Cueva de Dolores Barco).

 

En la actual calle Las Cuevas de Peñaflor encontramos por tanto los restos de la que consideramos parte de la Necrópolis Oriental del municipio romano de Celti. Ésta estaría situada frente a la puerta Oeste de la ciudad, junto a la vía Hispalis-Corduba, y probablemente contaba en sus inmediaciones con el cruce de ésta vía con la que se dirigía de Astigi a Emerita. Estaría formada por un frente de tumbas hipogeas abiertas en este cerro oriental, a las que se sumarían los enterramientos localizados en la calle Juan Carlos I (según testimonios populares) y el columbario de la Ermita de los Santos Mártires San Crispulo y San Restituto que estaría presumiblemente relacionado con la vía de Emerita.

 

Aproximación a las necrópolis rupestres romanas.

 

Es bien conocido el hecho de que en época romana para la elección de los lugares de sepultura se elegían las cercanías a las puertas de la ciudad o los cruces de las vías más frecuentadas, asegurándose tanto el acceso como la visita continuada, además de tener un claro carácter de representación social. Los restos funerarios se disponían así en vías de salida y en otras secundarias, teniendo las necrópolis extensiones considerables que contribuían a la creación de una verdadera topografía funeraria con disposiciones de carácter urbanístico (Toynbee 1993: 54) y así nos lo encontramos en Pompeya o Isola Sacra. La topografía funeraria romana suele reproducir la escala social de los vivos, ostentando las diversas posiciones sociales (Vaquerizo 2001: 90), es en este sentido donde se impone el proceso de monumentalización, mediante la construcción de edificios de piedra y otros materiales sólidos, buscando perpetuar la memoria de los que la construyen. El caso celtitano se ajusta claramente a estos planteamientos, empleando la piedra como material de construcción, aspirando así a la eternidad, además de configurar fachadas y corredores tanto frente a las puertas de la urbe como en los cruces y elevaciones de las vías de comunicación. El empleo masivo de la epigrafía, constatado por la constante aparición de este tipo de restos en Peñaflor, es otra muestra del proceso de monumentalización de la necrópolis que corre parejo al mismo proceso desarrollado en la propia ciudad, que queda atestiguado desde mediados del siglo I y se torna especialmente importante en el siglo II, relacionado sin duda con la producción y venta del aceite, aunque también del vino y del grano, en el marco del pujante comercio estatal de época altoimperial.

 

Desde el punto de vista e los paralelos de estas construcciones, si nos remitimos a ejemplos hispanos y más concretamente del ámbito regional, podemos señalar la necrópolis de Carmona, que también presenta tumbas excavadas en el subtrato rocoso, aunque la tipología de las construcciones difiere considerablemente por tratarse mayoritariamente de tumbas de pozo y cámara, donde el acceso es de carácter cenital y las tumbas no muestran por tanto línea e fachada. Un caso con mayores similitudes es el de la necrópolis rupestre romana del camino de Granada en Osuna, también conocida popularmente como “Las Cuevas”, que también cuenta con nichos para el depósito de cremaciones, aunque presenta de forma muy abundante inhumaciones en fosas excavadas en el pavimento rocoso de las cámaras (López García 2004).

 

Respecto a los ritos de la cremación, no hay incineración en el mundo antiguo, y la inhumación debemos resaltar su uso simultáneo en época romana, con una coexistencia que en muchos casos no permite determinar el porqué de una u otra elección (Toynbee 1993: 24). Aunque es cierto que la cremación debió ser el rito predominante desde época republicana hasta derivar en un rito único en Roma y sus provincias a mediados del s. III d. C. (Vaquerizo 2001: 78). En las razones de este cambio subyace más una búsqueda de la ostentación a través del enterramiento en sarcófagos, que la influencia del incipiente mundo funerario cristiano, así se explica que en la Roma imperial coexistan los dos ritos en el ámbito de un mismo monumento sepulcral, indicando que el cambio no supuso una transformación de los fundamentos religiosos (Toynbee 1993: 26), ya que los cristianos renunciaban a compartir enterramientos con ritos que consideraban inadecuados, y por ende impuros.

 

En el caso hispano M. Bendala señalaque las ciudades con tradición indígena, con oppida precedentes, no asumen la inhumación de forma generalizada hasta inicios del s. III d. C., mientras que las de fundación romana como Emerita o Corduba lo asumen ya a mediados del s. II d. C.

 

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